Padre Luis Lopez-Cuervo

El hecho de que Dios quisiera, en Jesús, nacer en una familia humana y crecer en ella, ha hecho de la familia un lugar de Dios. Jesús quiso compartir con nosotros su vida y santificar con ello nuestra vida cotidiana.

Lo que la Santa Iglesia es en lo grande, es la Familia en lo pequeño: una imagen del amor de Dios en la comunión de las personas.  Todo matrimonio se perfecciona en la apertura a otros, a los niños que son don de Dios, en la acogida mutua, en la hospitalidad, en la disponibilidad para otros…

Nada en la Iglesia primitiva fascinaba más a los hombres en el «nuevo camino» de los cristianos que las «iglesias domésticas». En un mundo no creyente surgían islotes de fe vivida, lugares de oración, de compartir, de hospitalidad cordial.

Roma, Corinto, Antioquía, las grandes ciudades de la Antigüedad, quedaron pronto inundadas de iglesias domésticas como si fueran puntos de luz.

También hoy en día las familias, en las que Cristo se encuentra en su casa, son el gran fermento de renovación de nuestra sociedad. El bienestar y el futuro de un Estado dependen de que la unidad más pequeña que existe dentro de él, la familia, pueda vivir y desarrollarse.